Estaba en esa mesa,
la del bar de enfrente,
con sus ojos negros y vivaces, esperando esa promesa
que haría estallar su corazón doliente.
Su pelo negro azabache era acariciado por su mano tensa,
mientras se balanceaba oteando el claro horizonte
para advertir esa figura, esa cara intensa,
que iluminaría su presente.
El enésimo cigarrillo moría, sin sorpresa,
en las manos dulces que saben torcer la mente,
para llevarla a ese paraíso bíblico, en forma traviesa,
que hace estallar al mortal suavemente.
Sus ojos profundos delatan su vista curiosa;
sus labios, la simpatía permanente
y su cuerpo, en armonía sinuosa,
la tentación impenitente.
Muere la tarde y sigue esperando esa musa,
ese ser viviente,
el que hace perder la cabeza, en locura aviesa,
al corazón vacío y al cuerpo ardiente.
Se abre la puerta y lo ve, se agita la mesa,
mientras su profunda mirada penetra su inconsciente
y los labios sacuden su modorra para dar esa brisa,
la que lleva al amor impaciente...
Javier Sanz
16/11/05
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